Las 20 millones de personas que vivimos en el valle de México llevamos casi una semana sin ver el cielo. Muchos habrán intentado buscarlo y solo se habrán encontrado con un manto gris que difumina y borra el horizonte. Una capa de partículas tóxicas en suspensión ha conquistado el techo de esta gran ciudad para poner a prueba la capacidad de resistencia de sus habitantes. De momento, parece que la prueba se está superando sin alterar en exceso la frenética actividad de la capital. Y esto, aunque no lo parezca, es un problema. La humanidad se está acostumbrando a respirar (perdonen la expresión) pura mierda y si no reaccionamos, el aspecto que tiene esta semana la ciudad dejará de ser excepcional para convertirse en permanente.
Cada día, cada ser humano respira una media de 21.000 veces provocando que ingrese a su organismo entre 7.200 y 8.600 litros de oxígeno (de la calidad que sea). Y aquí, en la Ciudad de México, la gente está respirando, desde el pasado fin de semana, un oxígeno que supera por 4 veces el límite máximo de toxicidad recomendado por la Organización Mundial de la Salud. A nivel mundial, las alertas se encienden cuando se superan los 25 micrómetros de partículas tóxicas por metro cúbico durante más de 24 horas, en la capital llevamos varios días superando los 110. Recomendaciones no han faltado: a los grupos sensibles (bebés, ancianos y enfermos), que no salgan de sus casas; los niños y jóvenes sin clases; en los hogares, que se mantengan puertas y ventanas cerradas, que se evite fumar, encender velas o utilizar lentillas… Todo está muy bien, pero no dejan de ser medidas paliativas ante problemas que ya son reales.
A todo esto mucho tiene que decir la alcaldesa Claudia Sheinbaum, científica galardonada en el pasado con el Premio Nobel de la Paz por las investigaciones que su grupo de trabajo realizó sobre el Cambio Climático. Su llegada era vista por los ecologistas como un halo de esperanza para enfrentar, de una vez por todas, los muchos problemas que afectan a la capital en esta materia. Lamentablemente su desempeño hasta la fecha ha dejado mucho que desear.
Entre sus primeras medidas, modificó la regulación de tráfico para hacerla más laxa provocando, según varios expertos, que 200.000 vehículos adicionales se añadan al tráfico habitual de la ciudad. Sus efectos no han tardado en hacerse evidentes y, en lo que llevamos de 2019, ya se han duplicado el número de contingencias ambientales que vivió la Ciudad de México durante todo el 2018. Incluso poblaciones vecinas, como las de Pachuca o Puebla, han tenido que activar este mecanismo por primera vez en su historia. No es que ya nos ahoguemos nosotros en este caldo atmosférico tóxico, sino que también lo exportamos a otros lugares.
Varios ciudadanos se han organizado para llevar al gobierno capitalino a los tribunales por el nocivo cambio en la legislación que permite tener una “verificación light”. Y hasta ahora con buenos resultados: el pasado 6 de mayo, un juez federal falló a favor de los siete amparos ciudadanos emitiendo una orden de emergencia que obliga al gobierno de la ciudad a rectificar estos cambios. Mientras ese trámite avanza en los tribunales, la salud de los capitalinos seguirá sufriendo los efectos de la contaminación sin más ayuda que algunas recomendaciones y una mascarilla con la que tapar sus fosas respiratorias.
Si queremos que Ciudad de México deje de estar entre las 30 metrópolis más contaminadas del mundo la respuesta debe surgir de la sociedad civil, ya que, sin una presión fuerte hacia las autoridades, éstas nunca se tomarán en serio un problema tan difícil de resolver. En Europa ya se está actuando en este sentido, por ejemplo en mi natal Madrid, cuyo centro ya ha sido restringido al tráfico. Solo pueden acceder con vehículo los residentes, taxistas y autobuses públicos, el resto debe estacionar fuera de esa zona y moverse en transporte público. Puede ser molesto, pero a la larga es lo más sensato si queremos que la vida en las ciudades (cada vez más pobladas) pueda ser sostenible.
La capital mexicana debería seguir el ejemplo de su homóloga española, aunque se entiende que le tomará más tiempo por las condiciones que la rodean. Antes de llegar a ese punto, las autoridades capitalinas deberían valorar otras opciones como: renovar la flota de autobuses hacia otros más amigables con el entorno, reforestar la ciudad, instalar más carriles bici… Ejemplos hay muchos y los mejores los tienen los expertos, no los periodistas. Pero si me lo permiten, desde esta humilde tribuna, quisiera lanzar un mensaje de advertencia para que el aspecto que ha presentado estos días la capital, no se convierta en algo tan habitual que nos permita hablar (salvando las distancias) de un ‘Chernóbil mexicano’.