En un mundo cada vez más concienciado con la preservación del medio ambiente, hay pocas imágenes que impacten tanto como ver la naturaleza reducida a cenizas. Si además esto ocurre en uno de los ecosistemas más importantes del planeta y hay indicios de que su origen está relacionado con las decisiones de un dirigente político, la indignación rápidamente se convierte en rabia y exigencias. El brasileño Jair Bolsonaro también está indignado, pero no por la pérdida de millones de hectáreas de selva, si no porque las reclamaciones de otros países atentan, según dice, contra la soberanía de Brasil.

La Amazonia, el bosque tropical más grande del mundo, se extiende por 9 países, aunque el 65% del total se encuentra en territorio brasileño. Los expertos coinciden en que su preservación es fundamental para frenar el calentamiento global y, por ello, hasta una decena de jefes de Estado, liderados por el francés Macron, se han apresurado a exigir medidas eficaces para frenar los incendios y prevenirlos en el futuro.

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Bolsonaro, por su parte, no entiende a qué se debe tanto revuelo ya que, según sus informaciones, en esta época seca la tasa de incendios se mantiene en la media de años anteriores. Guerra de cifras aparte, la crisis generada a raíz de los incendios y las actitudes de distintos líderes internacionales invitan a una reflexión, ¿la Amazonia es de todos?, o dicho de otra manera, ¿quién tiene derecho a opinar o decidir sobre la gestión de los recursos naturales de un país ajeno?

Aquí no hay una respuesta única y definitiva, pero sí debería haber cierto consenso en quién decide sobre qué. Para empezar, Bolsonaro debe entender que las consecuencias de sus políticas de deforestación, por mucho que se realicen en suelo brasileño, no solo afectan a sus habitantes; lo que ocurra con la Amazonia tendrá repercusiones a escala global. Por eso, aunque el presidente brasileño pueda aplicar todas las medidas que crea convenientes (faltaría más), si el resto de países consideran que van en perjuicio de la salud del planeta, también están en todo su derecho de alzar la voz y presionar para frenarlas.

En definitiva, si la libertad de uno empieza donde acaba la del otro, podremos comprender que el gobierno brasileño siempre será soberano de su territorio, pero en el caso de la Amazonia, cuya preservación nos interesa a todos, su competencia se escapa a los caprichos del presidente de turno de un país.

Si hay algo que aprendieron aquellas naciones que firmaron el Acuerdo de París contra el Cambio Climático es que los esfuerzos deben ser globales o serán inútiles. Mientras la mayoría rema en la dirección correcta, otros pocos países, en su mayor parte liderados por populistas y negacionistas del calentamiento global (como Trump o Bolsonaro), parecen vendarse los ojos ante la triste evidencia. Será tarea de todos presionar para que entren en razón antes de que sea demasiado tarde, especialmente a Estados Unidos, segundo país más contaminante del planeta por detrás de China.

La ola de incendios que continúa devorando la selva amazónica ha servido también para reflejar lo fácil que es dejarse llevar por la histeria colectiva y las ‘fake news’. Incluso el presidente Macron fue víctima de las mismas al compartir datos incorrectos sobre la deforestación de la zona, mientras que millones de usuarios en todo el mundo divulgaron, sin saberlo, fotografías de incendios de años anteriores.

Lo cierto es que lo que ocurra en un lugar tan reconocido a nivel global como la Amazonia da pie a que cunda el pánico antes de que se contraste la información. De esto también hemos sido víctimas los propios medios de comunicación, ya que hemos dedicado espacios centrales cada día a la cobertura de este evento y apenas nadie ha caído en que mientras arde la selva amazónica, en el sur de África hay una ola de incendios mucho más grave. Solo en Angola y en la República Democrática del Congo hay más de 10.000 fuegos activos, frente a los 2.121 de Brasil.